Riotercerenses – por Sergio Colautti –
Nueve días del noveno mes y nace una ciudad. Nueve textos que llegan reflejando nuestro ser cotidiano, el genuino. Cualquiera de nosotros podría estar retratado en ellos, es que ser riotercerense es reconocerse en estas palabras y poder ver al otro también, al que nos acompaña o al que nos habita. Sirvan las palabras también para contar a quien ha nacido fuera de aquí, lo que somos y cómo somos. El escritor nos invita y aquí estamos compartiendo con ustedes parte de nosotros. Gracias siempre a la letra profunda y certera de Sergio Colautti, gracias a él por trazar este puente, por llegar a este Árbol y elegirlo también. Que disfruten estos relatos tanto como nosotros, ojalá se encuentren en ellos.
Riotercerenses
El hombre parecía contento. Pasó por acá caminando, en su mano derecha las riendas del caballo viejo, en la izquierda el papel que agitaba como temblando. Se acercó a mi puesto, miró el ganado que pastaba y me explicó que habían autorizado la creación del poblado; así dijo: el poblado. Viendo mi cara arrugada, el hombre intentó explicarme que desde la capital le enviaron ese papel que pasaba de una mano a la otra para dejarlo marcar los lotes, poner alambradas y pedir una comisaría, cerca de las vías. No vamos a renegar más con los robos, con los cuatreros, dijo. Y debe ser que sonreí porque él también sonrió, mirando de nuevo el papel. Hace unos días me lo enviaron, dijo. Mirá la fecha: 9 de septiembre de 1913. Y dijo: yo le voy a poner Pueblo Modesto Acuña, qué carajo. Hace bien, patrón, le dije. Qué otro nombre le iba poner, pensé, y seguí cuereando, como todos los días en esta pampa de viento y tierra que me tiene cansado.
Ir a la calesita. Al pueblo. Qué cosa, che. La seño nos dijo que, por fin, será este domingo. Todos los chicos del grado estamos ansiosos, y ya estamos pensando qué ropa ponernos: la mejor que tengamos, la que nos presten, quizás. Mis zapatillas no se usan más hasta el domingo, las limpié ayer y no se tocan hasta que llegue el día. Nunca fui a la calesita del centro. La vi dos veces, cuando mi vieja fue al centro y yo, agarradito atrás, en la bici, la vi de costado, llena de chicos que jugaban y gritaban contentos. Yo miraba, los miraba, nada más. El domingo vamos todos los de cuarto grado. Ninguno la conoce y estamos muy emocionados porque en mi barrio, tan lejos del centro, no hay calesitas. Mi vieja dice que esas cosas solamente están en el centro, por eso los chicos ahí están siempre bien vestidos, como tenemos que estar nosotros el domingo.
Limpia y luminosa. Da gusto abrir la ventana para descubrirla así, en este noviembre caluroso y seco. Una mañana de película, me dice mi hijo mayor, preparando el bolso para que lo lleve a la clase de Educación Física. Limpia y luminosa, la mañana mira las 8 en el reloj de la cocina y el movimiento de los chicos alrededor de los desayunos, en la mesa grande. Hoy tengo día libre, pienso, me parece que por fin voy a poder salir a caminar con Paula; entre la pereza y los trabajos lo postergamos casi siempre, pero hoy no le podemos decir que no a semejante sol. Es bueno saber que, al volver, me esperan la calma, unos mates y algunas plantas del jardín. Son casi las 9 de la mañana de este tercer día de noviembre. Salimos con Paula a disfrutar del buen aire, más limpio y luminoso que nunca.
Lo impensable. La intuición de algo que se puede hacer, en un instante, cambiando el curso de los hechos, un gesto original, al margen de lo que todos podrían prever o esperar. Fue lo que hizo el Chueco esa noche. Yo estaba ahí, sin poder creerlo. En esa época los campeonatos de básquet se definían en dos partidos. Jugamos el primero aquí y ganamos por cinco puntos. El segundo partido era allá, en San Francisco, y si ganaban ellos se definía por diferencia de gol entre los dos partidos. El tema es que ellos nos empataron a seis segundos del final; el Chueco sale con la pelota, mira el reloj. En esos seis segundos piensa: si empatamos, vamos a suplementario y nos podrían sacar más de cinco. Y entonces decide lo impensable: mira su aro, convierte el doble en contra y termina el partido. Los locales reaccionan entre el festejo del triunfo y la burla por la supuesta confusión del Chueco. Cuando lo ven festejando el campeonato, se enfurecen. Casi nos matan. El Chueco, que sonreía para el costado, como Locche, acababa de escribir su leyenda, impensable y única.
El tipo dice que todo está cerca, que lo tenés ahí nomás, pero que nunca es tuyo. No sé. Me hace pensar. Esta es la ciudad donde tenés las sierras cerquita, dice, pero no las tenés, son de otros. Y la gran ciudad, y la universidad están ahí, a una hora, pero no son tuyas, son de otra ciudad. Te obligan a salirte de vos, a despedirte, dice el tipo. Lo mismo el río: en la región que tiene los ríos soñados, los que te devuelven a la tierra transparente que alguna vez esta provincia fue, nosotros tenemos otro río, y no por culpa del río, claro, sino por nosotros mismos. Eso dice el tipo. Que los ríos más hermosos son cercanos, pero son de otros. Hasta se la agarra con la plaza: el sitio histórico de lo inexpresivo, repite, y la compara con otras de otros, y se enoja. Como se enoja cuando la ciudad esconde la pobreza, para que sea de otros. Yo no sé, a veces parece un filósofo escéptico, otras veces, un paladín de la queja. Me gusta escucharlo, me suena mejor que el silencio atronador de los indiferentes.
Si no estoy es porque salgo para el pueblo, a cualquier hora, con algo que me trajeron para vender o para cambiar; a veces me avisan para que vaya a buscar cosas a alguna casa, lo que la gente tira, por ahí le sirve a otro, siempre le sirve a otro que está un poquito más pobre que el que las tira, ¿vio? Lo que sí me da risa es todos los que vienen acá a buscar algo, cualquier porquería, no quieren que los vean. Hablan conmigo y miran al puente, no sea cosa que pase alguien y se dé cuenta que andaban cirujeando con los zorros bayos. Ah, sí, así nos dijeron siempre, los zorros bayos.
No nos quedaba otra, nos ordenaron poner la bomba ahí y lo hicimos. Pasado el tiempo me inundaron los remordimientos porque descubríamos que nuestros jefes eran los verdaderos asesinos. Pero en ese momento, era la orden: una bomba incendiaria en la casa del escribano, después de sacarlo y enviarlo a Córdoba. Eso era parte del laburo, ya lo sabíamos hacer. Lo más complicado fue escuchar al hombre, que no se quejaba como tantos otros, no chillaba como un marrano; el escribano infló el pecho, nos miró fijo a los ojos y nos habló sin miedo, tenía más fuerza y temple que nosotros: él atado por detrás y nosotros con armas y con sogas. Me temblaron las piernas. Era bravo sujetar a un hombre así, no por resistencia física sino por su palabra inconmovible, altiva. Escucho esa voz gastada y firme cada vez que intento dormirme y después, en el paisaje opaco de mis peores sueños. Veo el rostro del viejo en cada esquina, mirándome detrás de sus bigotes canos. Ya no se soporta más.
No pude, no me dieron las fuerzas. Luchar contra el poder, contra ese poder, limaba cualquier fortaleza, aunque sabía bien que podía ser así. Una mujer sola contra una muralla, contra la fuerza muda de una pared de piedra, porque eso es la justicia cuando no quiere ver, ni hablar, ni siquiera sospechar. Pero era necesario poner las manos en la piedra, y empujar. Contra la mirada de quienes creían, de buena fe, que era una utopía en un país que había cancelado la utopía. Pensé que muchas manos se apoyarían en el muro indolente, pero después de meses y de años, estaban las mías y algunas poquitas más. Yo decidí sostener las manos, como otras mujeres en la historia, solas, contra la pared inexpugnable. Sentí que era lo que debía hacer, más allá de todos los silencios, escuchando a los próximos que me decían, vamos, vamos… y esos vamos eran, otra vez, manos nuevas en mis manos viejas.
La primavera era noche en la biblioteca repleta. Los nervios de los organizadores tensaban los tiempos porque el músico no llegaba. El libro debía presentarse, pero hombre del piano no estaba. El reloj, imperturbable, sentenciaba las diez en la noche bibliotecaria. Hasta que el pianista llegó: saco viejo, zapatillas, pantalón rasgado, con la sonrisa al hombro, las manos cómodas en los bolsillos y los pelos sueltos, libres como su paso cansino. Se sentó, lo escuchamos, atacó con una ráfaga del Golden Slumbers beatle, se dejó atravesar por un solo improvisado que revisitaba gestos histéricos del blue y sumergió sus manos, ahora calmas, en una sonata de Mozart, sin interrupción ni descanso: fue sublime en la noche; un rayo acarició la piel de los escuchas, fue silencio conmovido. Y despedida feliz. ¿Quién es?, consultó alguien de la tercera fila. Es de acá, es riotercerense, le dije, sin dejar de aplaudir.
Sergio G. Colautti